Durante los últimos tiempos ha sido patente la creciente preocupación, cuando no descontento, amplificado, en ocasiones, con radicales manifestaciones de odio, hacia el turismo; en concreto, hacia las masas de turistas que, cual desbocada marabunta, acometen las bellas ciudades y demás zonas de especial interés. Y quizá sea una consecuencia lógica. La facilidad en las comunicaciones, los avanzados medios de transporte, la mayor valoración del tiempo de ocio, la mejoría económica (más o menos) o el afán por ser protagonistas de los eventos, por estar presentes en el escenario (pues ya no se aprecia la conformidad con la indolencia fotográfica o televisiva) estarían entre los factores que explicarían la evidencia del fenómeno turístico.
Esta agobiante masificación repercute, sin duda, en los ciudadanos oriundos del lugar, quienes ven perjudicadas sus rutinas diarias, no sólo por las molestias de una multitud circulando permanentemente por sus calles, sino por los aprovechados incrementos de precios, que no promocionan la distinción entre paisanos y foráneos, ni entre trabajadores y visitantes. Hasta el punto que destacables ciudades estudian seriamente formas de afrontar la cuestión, llegando, incluso, a fijar límites en el número de entradas.
Sin embargo, esta proliferación turística ocasiona una suerte de efectos que se barruntan prosaicos, dada su escasa resonancia informativa: los efectos sobre el medio ambiente.
La incidencia directa de tamaña cuantía humana erosiona el patrimonio artístico. Monumentos, obras pictóricas, paisajes sufren las consecuencias del paso humano individual, y mucho más en masa. Asimismo, las basuras que por descuido, insensibilidad o indiferencia genera el turista o acumula en suelos y entornos dañan el panorama y contaminan, claro está, el medio ambiente.
Pero no quedan ahí las secuelas. Un reciente estudio de la Universidad de Sidney, publicado en la revista Nature Climate Change, asegura que los turistas occidentales originan cuatro veces más CO2 de lo que se creía hasta ahora. Combustibles de aviones y vehículos (cuyo uso no se reduce al transporte de viajeros, alcanza el de los alimentos y productos de servicios); consumos de agua, gas y electricidad; desechos orgánicos e inorgánicos; emisiones tan opulentas como la de los aires acondicionados… Concluye, en definitiva, el estudio que el turismo es responsable del 8 % de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, los cuales aumentaron de 3,9 a 4,5 gigatoneladas entre los años 2009 y 2013, con la previsión de que puede llegarse a 6,5 gigatoneladas en 2025.
Sin aferrarse en exceso hacia el axiomático beneficio económico, el turismo habrá de quedar sujeto a una regulación más estricta, una férrea normativa que proteja con mayor rigor el hábitat, el ecosistema, el medio ambiente, el planeta. Y tanto juristas como legos en Derecho deberemos estar preparados para el desafío.
Julián Valle Rivas