La excepcional situación socio-sanitaria provocada por la pandemia quizá haya catalizado, todavía más, el fenómeno inversor en torno a las fincas rústicas. Si la tendencia ya era al alza, en los últimos meses se ha desbordado la iniciativa. Pero la realidad es evidente: la población mundial se incrementa a razón de doscientas o doscientas cincuenta mil personas por día. Un incremento poblacional que incrementará la demanda de alimentos, necesidad básica para garantizar, claro está, tanto la propia supervivencia como el equilibrio social. Dos realidades, la pandémica y la poblacional, en verdad, que han deteriorado los cursos de suministro mundial en favor de una producción alimentaria de proximidad. A todo lo cual se le suma el auge de la alimentación más saludable y de los productos ecológicos.
En este ambiente, los fondos de inversión acopian tierras óptimas para la labranza, como el sector energético lo hace con las áridas o de secano no laborable, y con alto índice de insolación, para desplegar paneles fotovoltaicos, en aras de cumplir las previsiones del Plan Nacional Integrado de Energía y Clima del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, destinadas a que España pase de 9.000 MW de potencia fotovoltaica instalada a más de 39.000 MW dentro de diez años. Desde luego, en el caso del sector fotovoltaico, la acumulación de suelo rústico se somete a un régimen diferente, pues, desinteresado por la compra, se sujeta al contrato de arrendamiento y, aunque no es notoria la generación de empleo directo para su instalación, sí puede serlo indirectamente, gracias a la rentabilidad inmobiliaria para los ayuntamientos y arrendaticia para los agricultores propietarios.
De vuelta a los fondos de inversión y las fincas rústicas, esta carrera por multiplicar la rentabilidad del sector agrícola ha provocado incluso la revalorización de las superficies clasificadas como de labor secano hasta el doble en un escaso periodo de tiempo. Y también ha estimulado la inclinación de las familias agrícolas, quienes han emprendido la búsqueda de entidades que inviertan sus fondos en las fincas de su propiedad, las cuales, por su parte, cautivados por la seguridad en la gestión que puede garantizarles estas sociedades familiares medianas, les exigen un mínimo de cuarenta o sesenta hectáreas para empezar a negociar su participación en un mercado siempre condicionado a los caprichos climatológicos o la volatilidad de los precios de las cosechas, si bien España, frente a tales extremos, acostumbra a adaptarse con facilidad.
Y sin embargo, conviene que aquellos fondos de inversión atraídos por las tierras rústicas tengan presente que el negocio no puede limitarse a un mero aprovisionamiento de tierras, sino que deben activar o mantener activa la explotación en un corto plazo, a fin de evitar recalificaciones o pérdidas de derechos asociados. De ahí que sea aconsejable que, con carácter previo al negocio de inversión, se decidan por un trabajo de estudio o investigación profesionalizada sobre la finca y la explotación misma que compile en un informe aspectos como la necesidad y disponibilidad hídrica, la afectación al dominio público hidráulico, los parámetros de contaminación, la protección ambiental y de las vías pecuarias o el grado de idoneidad económica, productiva y agropecuaria. Así, se logrará que la rentabilidad de la inversión sea, en efecto, auténtica.