21 May 19

Desde una perspectiva puramente terrestre (la extraterrestre la dejaremos para mejor ocasión), el agua es vida. El origen de la vida, aun, se halla en el agua, y las primeras civilizaciones, la mesopotámica y la egipcia, se desarrollaron en torno a ella: los ríos Tigris y Éufrates, la primera, y el río Nilo, la segunda. La mayoría de las ciudades más importantes del planeta, históricas, por su antigüedad y su peso en las sucesivas edades de la humanidad, se ubican a orillas de los grandes ríos.

La supervivencia de los seres humanos sin agua es una entelequia ineluctable, y el Arte, en sus diversas manifestaciones, tocado por la gracia de las musas, o bendecido por el mismísimo Apolo, ya se ha encargado de presentarnos futuros postapocalípticos, que no tendrían necesariamente que calificarse de distopías, en los cuales la escasez de agua es causa de conflictos, de luchas intestinas o de poder. Sobre todo, la Literatura y el Cine nos han plasmado escenarios de cruentas guerras auspiciadas no por el control o el dominio del oro, el coltán, el petróleo o los diamantes, sino por el feudo sobre el agua. Tiránicas dictaduras hídricas con un opresor, dueño y señor de la entrada al único y precario manantial en miles de kilómetros a la redonda. Películas como «El libro de Eli» (Albert y Allen Hughes, 2010), «Mad Max» (George Miller, 1979), con sus secuelas, y «Mad Max. Furia en la carretera» (George Miller, 2015), su revisión, ungidas por un aceite ficcional, han bombardeado nuestras retinas y nuestras conciencias con la crueldad, la miseria y el caos de un mundo en guerra por contadas gotas de agua, que el instinto exige poseer a cualquier costa.

No revelaremos nada nuevo, numerosas glosas pululan en revistas, prensa e Internet acerca de las consecuencias de una sequía global sufragada por los excesos del ser humano. Pero no se trata de una mera cuestión universalizada, visualizada por la quiebra total, sistemática y ambiental, por la descomposición de la civilización y el hundimiento de la cordura, por los inimaginables extremos del comportamiento humano. La cuestión puede tornarse más localizada o focalizada, puede tornarse en una cuestión de rotunda actualidad, a modo de profecías «nostradámicas», pavorosas predicciones que no queremos asumir como inminentes antecedentes de un porvenir con visos de trágica certidumbre.

El pasado año, la revista «Global Environmental Change» publicó una investigación en la cual se identificaban varios puntos del planeta donde la alta probabilidad del conflicto resultaba evidente. Los efectos del cambio climático y el desproporcionado incremento de la población catalizarían la mecha que desencadenaría la inquietud social en zonas carentes de agua potable, donde las naciones vecinas deberían de compartir un elemento cada vez menos abundante; zonas donde la cuenca o la unidad hídrica es compartida, zonas donde el conflicto por el agua se sucedió en época pretéritas. En los marcos de los ríos Nilo, Tigris-Éufrates, Indo, Ganges-Brahmaputra y Colorado, los investigadores determinaron un aumento de las posibilidades de estas guerras entre un setenta y cinco y un noventa y cinco por ciento en los próximos cincuenta a cien años. Previsiones con las cuales coincide el Centro Común de Investigación de la Comisión Europea.

Sin embargo, advertíamos que, explícitamente, no se trata de una realidad futurible, ni las primeras expresiones o exhibiciones han de ser sangrientas en esencia. Así, en Cochabamba (Bolivia), entre enero y abril del año 2000, una serie de protestas populares causaron un muerto y más de cien heridos, cuando el gobierno, respaldado por el Banco Mundial, privatizó el abastecimiento de agua potable municipal, lo que supuso un desorbitado incremento de las tarifas, obligando a muchos ciudadanos a retirar de la escuela a sus hijos o abstenerse de solicitar servicios médicos.

Paradigma cercano y sutil es el litigio acaecido entre las comunidades autónomas de Castilla-La Mancha y el consorcio formado por Murcia y Comunidad Valenciana por el trasvase Tajo-Segura, que concluyó el pasado mes de marzo con una Sentencia del Tribunal Supremo en la cual se anulaban varios artículos del Plan Hidrológico del Tajo, dado que no respetaban los caudales ecológicos, aseverando el Alto Tribunal que, en tanto no se garantizasen tales caudales en la cuenca del Tajo, ningún trasvase podría ejecutarse hacia la del Segura. Pleito español, al cabo, que rezuma fuertes aires conspirativos, pues, por la parte castellanomanchega, se esgrimen las argumentaciones de Francisco Turrión, hidrogeólogo de la Confederación Hidrográfica del Segura, quien proclama una profusa masa hídrica subterránea, suficiente para satisfacer a los usuarios de la cuenca del Segura (señalando edificios donde se achica agua del subsuelo continuamente); también, los intereses de los grupos de presión, beneficiados por las obras civiles, las privatizaciones de las aguas y las exportaciones agrícolas; y las pruebas gráficas de una cabecera del Tajo desértica. Mientras, el eje murciano-valenciano se defiende rebatiendo el dictamen de Turrión, que no computa el elevado índice de salinidad de esas aguas subterráneas, y dudando de la veracidad de las imágenes aportadas para la campaña gráfica manchega, de si realmente se corresponden con la cabecera del río.

Las guerras por el agua han sido una constante a lo largo de la Historia, y estamos abocados a seguir padeciéndolas, si no se revierte, desde ahora, la axiomática mutación del planeta hacia un sequeral agrietado. Asumamos, al fin, que no todas las disputas terminarán solventándose en los tribunales.

Julián Valle Rivas

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