Dentro de la ingente labor legislativa de la España decimonónica, parte de la cual todavía se encuentra vigente (Ley de Reglas para el ejercicio de la Gracia de indulto de 1870, Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882, Código Civil de 1889), la relativa a las aguas fue adquiriendo importancia a medida que el siglo avanzaba. Era lógico, el incremento de la población, la expansión de las explotaciones agrarias y el desarrollo ferroviario centraron la atención del Poder Ejecutivo y Legislativo hacia una materia cuya regulación inicial fue sectorizada, rigurosamente especializada, destinada a colmar el vacío legal en cada una de las particulares vicisitudes que, vinculadas con el agua, iban acaeciendo en el devenir de los días. En la mente del legislador, no se vislumbraba siquiera el imaginativo esbozo de un cuerpo único y completo, de un solo texto legal o código de aguas. Proliferó, pues, una miríada de Reales Decretos, Reales Órdenes e Instrucciones internas, de consuno con puntuales aportaciones legislativas. Precisamente, la Ley de Aguas de 1866 fue una consecuencia, una sugerencia, más bien, de tal proceder normativo.
Tres días antes del final del Bienio Progresista y de la tercera presidencia en el Consejo de Ministros de Baldomero Espartero, propiciado por la conocida como contrarrevolución o golpe contrarrevolucionario, liderado por Leopoldo O’Donnell, se dictó la Real Orden de 11 de julio de 1856, por la cual se nombraba una Comisión ministerial encargada de examinar el Proyecto de Ley de Abastecimiento de Agua a Poblaciones, redactado por el Ingeniero Oficial del Ministerio de Fomento Constantino Ardanar. El Proyecto perseguía, de una manera quizá un tanto encubierta, quizá un tanto inconsciente, una regulación general en el ámbito nacional de las aguas (baste apuntar que el capítulo primero se intituló «El domino y propiedad de las aguas» y «Las concesiones de aprovechamientos», el segundo). Remitido a la consulta de varios órganos públicos, dos de ellos, el Consejo Real y la Junta Consultiva de Canales, Caminos y Puertos, emitieron sendos informes en los cuales, al tiempo que alababan la iniciativa, se quejaban de que un proyecto destinado específicamente a legislar sobre el abastecimiento de agua a poblaciones abarcara la normativa general sobre la materia. El Ministerio tomó nota y, durante la segunda presidencia de O’Donnell, se aprobó el Real Decreto de 27 de abril de 1859, por el que se creaba la Comisión que habría de elaborar el proyecto de Ley de Aguas.
No nos corresponde glosar en torno a un largo y afanoso proceso que se extendió siete años, máxime, cuando ya juristas de renombre, como Luis Jordana de Pozas y, sobre todo, Sebastián Martín-Retortillo, con su excepcional y minucioso trabajo «La elaboración de la Ley de Aguas de 1866», gestionaron el trámite, al conmemorarse el aniversario del centenario de la Ley. En lo que a nosotros interesa, la brillante Exposición de Motivos que acompañó a la Ley de 03 de agosto de 1866, de Aguas, para su sanción regia, dejó constancia pública de lo relevante de un producto jurídico sin precedentes en Europa:
No necesita esta Comisión encarecer la importancia y dificultad del trabajo que se le ha encomendado, puesto que ya fueron reconocidas en el preámbulo de aquel decreto; pero séale permitido recordar siquiera, como disculpa de los defectos de que naturalmente adolecerá su obra, que es la primera de su género en Europa, y si bien no original en gran parte de sus disposiciones, lo es ciertamente en su plan, estructura y método, que constituyen quizá lo más importante y difícil de esta clase de trabajos. La Comisión no tiene noticia de que en las demás naciones de Europa que caminan al frente de la moderna codificación se haya publicado Código o ley alguna general de aguas que pudiera servirle de guía. […] Y no es de extrañar que estas naciones, llevando antes su espíritu de reforma a otros objetos de la legislación, hayan pospuesto las aguas, porque ésta no tiene ni pueden tener en ellas la gran importancia que en la mayor parte de nuestras provincias, donde su escasez, unida a las necesidades del clima y a la naturaleza de los terrenos, la convierten en la más codiciada riqueza como fuente y origen de todas la demás.
Trescientos artículos, distribuidos en dieciséis capítulos y agrupados en siete títulos, conforman una obra que se preocupó por respetar el derecho consuetudinario:
… ha sacado la Comisión un apreciable conjunto de datos y observaciones que le han dado a conocer los diversos intereses de cada localidad y la necesidad de conservar en las disposiciones de la ley tal amplitud y holgura, que dentro de ella quepan y a sus preceptos puedan amoldarse los variados usos y costumbres que se observan en el aprovechamiento de las aguas. La Comisión cree que no ha dejado desatendida ninguna observación importante y fundada; y que si ha prescindido de otras, no dejará de encontrarse la razón de ello en la presente exposición.
En consonancia con el espíritu del ideario liberal de la época, la Ley de Aguas de 1866 partió de la tradicional distinción entre aguas públicas y aguas privadas, que hunde sus raíces en el Derecho Romano, para disponer acerca de un derecho de propiedad clásico, proverbialmente amplio, fervoroso con la libre disposición del titular y obsequioso con el principio de accesión, sin desdeñar la separación entre «dominio nacional y uso público» de, por ejemplo, las aguas del mar y sus playas, incluso en sus charcas, lagunas o estanques, salvo que estuvieran «… formados en propiedad particular, no susceptibles de comunicación permanente con aquél por medio de embarcaciones, solamente podrán pescar sus dueños, sin más restricciones que las relativas a salubridad pública» (art. 13). Por supuesto, «Pertenecen al dueño de un predio las aguas pluviales que caen o se recogen en el mismo, mientras discurran por él. Podrá, en consecuencia, construir dentro de su propiedad cisternas, aljibes, estanques o pantanos donde conservarlas, siempre que con ello no cause perjuicio al público ni a tercero» (art. 30). Las aguas continuas y discontinuas de manantiales, arroyos y ríos eran públicas; si bien, el ancestral concepto de domino privado volvió a imponerse en la medida que «Tanto en los predios de los particulares como en los de propiedad del Estado, de las provincias o de los pueblos, las aguas que en ellos nacen continua o discontinuamente pertenecen al dueño respectivo para su uso y aprovechamiento mientras discurren por los mismo predios» (art. 34). A modo ilustrativo, si un río circulaba desde su nacimiento por varios predios privados, cada dueño podía aprovechar las aguas encauzadas en el tramo de su propiedad, con estricta aplicación del sistema de preeminencia del predio superior sobre el inferior. Idéntico régimen se guardó para las aguas «muertas o estancadas» (lagos, lagunas, charcas); mientras que las aguas subterráneas se englobaron en el domino privado del dueño del predio «… que en él hubiere obtenido por medio de pozos ordinarios…» (art. 45), lo cuales «… puede abrir libremente y establecer artificios para elevar aguas dentro de sus fincas, aunque con ello resultasen amenguadas las aguas de sus vecinos…» (art. 46).
Igual interés consuetudinario y tradicional se reservó para articular sobre las servidumbres y concesiones, marcando con claridad los márgenes competenciales entre la jurisdicción contencioso-administrativa y la civil (arts. 295 a 298). Curiosa es la distancia de separación, de dos metros en poblaciones y de quince metros en campos, fijada para los pozos privados (art. 46); el orden de preferencia concesional para los aprovechamientos de aguas públicas (abastecimiento de poblaciones; abastecimiento de ferrocarriles; riegos; canales de navegación; molinos y otras fábricas, barcas de paso y puentes flotantes; y estanque para viveros o criaderos de peces —art. 207—); la confiada apertura para con las ordenanzas internas de las comunidades de regantes, sin requisitos mínimos; y la transposición a rango de ley de la obligación de los nuevos regantes de soportar el recargo en beneficio de la comunidad por razón del gasto proveniente de las obras hidráulicas a cuya construcción, evidentemente, no contribuyeron (art. 284).
La Ley de Aguas de 1866 fue, en definitiva, un texto que honró hasta el extremo al derecho histórico español, así como sus principios y fuentes, sus instituciones clásicas, su contenido y alcance. Se convirtió en el primer código en materia de aguas, reunió o refundió la dispersión normativa y estableció todo un sistema. Sin embargo, también sufrió las tesituras del periodo de su vigencia: las novedades constitucionales (1869 y 1876), la Revolución de 1868, el reinado de Amadeo I, el paréntesis republicano, la restauración borbónica, los sucesivos cambios gubernativos, las luchas de poder, los enfrentamientos ideológicos y partidistas. Nunca llegó a prepararse el necesario reglamento para su desarrollo, se modificó por Real Decreto de 14 de noviembre de 1868 y por Ley de 20 de febrero de 1870 y su aplicación quedó al capricho del Ministerio de turno. Se transmutó, en fin, como un antecedente natural de la Ley de Aguas de 1879.
Julián Valle Rivas